Enfermo y solitario, soñaba con su esposa y sus hijos a quienes amaba entrañablemente y estaban en Roma. Tenía pocas esperanzas de volver a verles, porque creía firmemente que su primer deber era para con su patria.
Se comenta que un día, algunos notables de Cartago fueron a la prisión para hablar con él.
–Nos gustaría pactar la paz –dijeron– y estamos seguros de que los romanos aceptarían con gusto si supieran el estado en el que va la guerra. Te dejaremos regresar, si aceptas hacer lo que decimos.
–¿Y en qué consiste? –preguntó Rémulo con desconfianza.
–En primer lugar, debes contar a los romanos acerca de las batallas que han perdido, y aclararles que con la guerra no han ganado nada. En segundo lugar, nos debes prometer que, si no aceptan la paz, regresarás a tu prisión.
–Muy bien. Prometo que, si no aceptan la paz, regresaré a la prisión.
Y lo dejaron en libertad, sabiendo que un romano cumpliría su palabra.
Cuando llegó a Roma, todo el pueblo lo saludó con gran respeto. Su esposa y sus hijos estaban muy felices, confiados que no se separarían nunca más. Los senadores fueron a verle y le preguntaron acerca de la guerra.
–Fui enviado de Cartago para pedirles que acepten la paz –dijo Régulo–, pero no sería aconsejable aceptarla. Nos han derrotado en algunas batallas, es verdad, pero nuestro ejército gana terreno día a día. Siento que los cartagineses tienen miedo, y con buena razón. Continuemos la guerra un poco más, y Cartago será nuestra. En cuanto a mí, he venido para despedirme de mi esposa, de mis hijos y de Roma. Mañana regresaré a Cartago y a la prisión, pues lo he prometido.
Los senadores trataron de persuadirlo de que se quedara y sugirieron enviar a otro en su lugar.
–¿Acaso un romano faltará a su palabra? –cuestionó–. Regresaré tal como lo prometí.
Su esposa y sus hijos lloraron, y le rogaron que no los abandonara de nuevo.
–He dado mi palabra –dijo Régulo–. Será lo que deba ser.
Luego, se despidió y regresó a la prisión y la cruel muerte que le esperaba.
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